por Saúl Kastro
Me dormí hasta las dos de la mañana por estar en el FaceBook, al chat con seis
contactos a la vez. Siete almas dispuestas a pagar el precio del desvelo. Los
mensajes iban y venían en cascada, dedos pulgar e índice, aunque adormilados,
tenían cierta velocidad impresionante, ojalá así hubiera sido en la escuela.
¡Cuánto amor, qué historias!... y a las cuatro de la mañana ¡Pá-ra-te! Casi por
inercia me preparé para salir al trabajo. “No lo vuelvo hacer”, dijera el
clásico. En el Metro no alcancé asiento, por más que metí empujones, patadas y
codazos, al final un gordito impidió de un panzazo que me sentara. El viaje era
largo, me caía de sueño, hacía mucho calor, la infinidad de aromas resultaban
sofocantes. No podía más, mis párpados eran de plomo y las piernas de trapo.
Frente a mí apareció Thalía para exigirme que le diera un beso. De pronto me
sentí caer, afiancé el tubo con fuerza, el cuerpo se me enfrió, las piernas se
me doblaron y con precisión quirúrgica mi rodilla derecha chocó con la rodilla
izquierda de la señora sentada frente a mí. La tibia se me enfrió; fácil me
reventé un nervio o algo así, yo supuse. La señora, quien dormía, abrió sus
ojos: hinchados, rojos, asesinos; echaba humo por las orejas y espuma por la
boca. La verruga de su nariz palpitaba, como si tuviera vida propia. Le iba a
pedir una disculpa, pero cual Bruce Lee lanzó un latigueo con sus dedos en mi
testículo izquierdo, lo cual reprimió el sonido de mis palabras, solo balbuceé
un “no ma”. “¡Viejo baboso!” Me gritó. El dolor fue inmensamente superior al de
la rodilla. El convoy se detuvo en Chabacano. Como pude salí, no sé si floté o
caminé. Maldije a la señito, maldije al FB, por su culpa me desvelé, maldije mi
maldición. Me senté al lado de un discapacitado visual que vendía alegrías y
cacahuates. Me saludó. “¡Buenos días, señor!” le contesté. Y el dolor siguió.
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