por Saúl Kastro
“Vi salir a tu viejo del hotel Castillo, con tu amiga la Chule, neta, te lo
juro, hasta los grabé y se ven bien claritos.” La Shina no quería creerlo a
pesar de que ya lo sospechaba. Tenía ganas de decirle que la neta la Chule está
bien buena, pero imaginé que no sería prudente. Entre llantos y mentadas de
madre me pidió el video antes de que llegara su marido, porque ahora sí le iba
a armar su megafiesta. Te lo doy en persona, ni por guapzap ni feis, porque con
eso del espionaje ya nadie está seguro. No tenía nada qué hacer y me lancé a su
depa en Tlatelolco. Ya sabía como es de impulsiva, por eso le dije “si llega
antes tu viejo, no vaigas a hacer tus dramas, aguántame, pa que tengas
pruebas”.
Antes de entrar a la estación Ermita, me compré un estuche para llevar el
celular en la cintura, me sentía muy nice con mi adquisición de 30 varos, hasta como que caminaba de lado.
Era la hora pico y llegué a la estación Hidalgo. La gente se arremolinó en la
puerta, unos para entrar y otros para salir, todos al mismo tiempo. Alcanzaron
a salir las tres primeras personas; el chofer activó la alerta de cierre, la gente
entró en pánico porque era probable que ese fuera el último Metro de su vida;
los ansiosos entraron a aferrarse del primer tubo a su alcance y a estorbar en
la entrada. Yo traté de salir a como diera lugar, ellos me apretaron justo en
la salida, trataron de regresarme, me jalé y lo logré… pero, lleno de horror,
sentí que algo valioso se desprendía de mí, voltee con sumo espanto, el estuche
se rompió por el jaloneo y, en cámara lenta, vi caer mi celular con maldita
precisión entre el hueco del convoy y el piso del andén. Me aventé, mi dedo
anular apenas lo tocó, caí a gatas, me pegué en las rodillas, la puerta cerró
con fuerza y me aplastó la cara. Se volvió a abrir “tururú, permita el libre
cierre de puertas, gracias”, dijo aquella dulce voz del inframundo. Me levanté
como pude. La gente sonreía. El rostro me ardía de coraje, de pena y dolor.
Esperé la marcha del transporte. Me asomé a las vías, no vi nada. Corrí con el
boina azul para pedirle vigilara que nadie bajara a las vías por mi cel,
mientras conseguía ayuda, él me observó y sonrió “descuide, yo aquí veo”, me
dijo. Corrí con el poli del torniquete, le expliqué mi desgracia, sonrió y me
pidió esperar a su jefe inmediato. Luego que llegó su superior le expliqué la
situación, sonrió y me dijo que la jefa de estación podría resolver, pero
andaba en inspección, que esperara. Por fin llegó la susodicha, le expliqué,
sonrió y me pidió fuéramos al lugar.
Revisamos, pero nada. “Su número para marcarle.” ¡Qué, oh no, no me lo sé!” y
no estaba de humor para salir con la misma babosada de siempre: “es que nunca
me marco”. “Cayó entre las llantas, lo más seguro”, comentó alguien. “¡Paren la
línea para bajar a las vías, por favor!” les supliqué. Solo si estaba a la
vista lo harían, pero desde ningún ángulo se pudo. Yo casi entro en shock… “mis
contactos, mis notas, mis juegos, mis videos y fotos… pobrecito, estará sonando
y vibrando solito, entre los fríos y oscuros neumáticos y nunca más lo volveré
a contestar, nooooo!” Todos regresaron a sus actividades, me quedé solo, no
había nada por hacer. No había más remedio que enfrentar la situación como era.
Continúe mi camino, de la línea azul a la verde. Llegué a Tlatelolco y salí
corriendo hacia el depa de mi amiga la Shina… pero fue demasiado tarde.
Ya había una patrulla en el lugar, la Shina no soltaba a su marido de los
cabellos, dos policías trataban de separarlos y los curiosos grababan con su
celular para subirlo a Youtube. Quedé atónito, retrocedí, me recargué detrás de
un muro, voltee a una puerta de cristal, me vi, una gruesa línea cruzaba mi
rostro. Me alejé de ese lugar lo más pronto posible, antes de que me viera la
Shina y me involucrara en un asunto en donde yo no tenía nada qué ver.
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