El hombre sin oreja,
o de cómo nuestra curiosidad jamás será saciada
Israel González
En el puerto de Norvège, un anciano asiste todas las noches a una cantina. Su presencia pasaría desapercibida a no ser porque le falta una oreja.
Curiosos como somos los seres humanos, todos quieren saber cómo fue que perdió la oreja.
Durante seis años el hombre cuenta, cada noche, para saciar el voraz interés ajeno, una historia diferente: tenía 9 años y, en el circo, el hombre látigo en vez de atinarle al cigarrillo le voló la oreja; a los 27 años, su esposa celosa se la arrancó de una mordida; la perdió en una apuesta en el puerto de Java; la vendió a un multimillonario que le faltaba una; un oso se la arrancó en el norte de Canadá; abrasado de fiebre en un barco de pesca una rata se la devoró; fue mutilado por piratas sanguinarios; una mujer demente la cocinó en caldo…
Una noche el anciano no vuelve, y su amigo, el dueño, va a buscarlo y lo encuentra moribundo: “Una noche, en la cantina, su silla permaneció vacía. El dueño del lugar se preocupó, y después de cerrar se encaminó a la casa del anciano, ubicada a unas cuantas cuadras. Lo encontró moribundo en su cama,
solo.”
Pero el amigo quiere llegar al fondo del asunto y, creyendo que a punto de morir el anciano será veraz, pregunta cuál es la historia verdadera…
Breve y sustancioso. Así es el relato “El hombre sin oreja” (Ciudad de México, Verdehalago infantil, 2005, 1ª. edición en español), de Jean-Claude Mourlevat, en versión castellana de Claudia Pacheco.
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