por Saúl Kastro
“Metro Bondojito, ahí nos vemos”, luego me advirtió que a su papá le
retencabrona la impuntualidad. El empleo temporal que me ofreció consistía en
probar durante un acto sexual cierto tipo de sustancia, la cual estaba en fase
experimental. “No pasa nada”, me dijo Yoshiko. Él y yo nos volvimos a encontrar
en el Face, le platiqué de mi mala racha y decidió regresarme el favor de
haberlo defendido cuando éramos estudiantes. “Sin ti mi vida hubiera valido
cacahuate japonés, jijiji”. Increíble, tantos años y seguía con el mismo pinche
chistecito. Él abogó por mí, pues su papá ya tenía parejas seleccionadas, pero
consideró el paro que le hice a su hijo. En realidad nunca fue mi intención
defenderlo, en tres ocasiones que le quisieron hacer bullyng por ñoño, yo
pasaba por casualidad y corría a esconderse detrás de mí.
El objetivo de la píldora lo sabría después de la revisión médica, de los
laboratorios y de firmar algunos papeles de discrecionalidad. “Meras cuestiones
administrativas, tú solo te preocuparás de tomar la píldora, hacerle el amor a
tu novia y después cobrar”, me dijo. Yo no tenía novia pero busqué en mis
contactos a una chica sin escrúpulos, muy valiente y con ganas de ganar una
buena marmaja. Fue fácil, lo difícil fue convencerlas por completo. Al final de
tres solo aceptó una y acordamos la regla principal: solo por dinero. “Ok”,
dijo. La cita fue en Taxqueña. Al ver que no llegaba le mandé mensaje “ke
pedo”. “Ya voy”, contestó. Justificó su retardo porque no tenía con quién dejar
a su bebé; sin más remedio se lo encargó a su niño mayor. Aun así le advertí
que estábamos justos de tiempo. Durante el viaje la noté indiferente, así que
me acerqué y le dije al oído “ya que vamos a tener sexo, por lo menos vamos a
disfrutarlo ¿va?” Sonrió algo forzada, su amplia ojera izquierda tenía un tic y
me tomó de la mano.
Siguiente estación. Un vagonero subió en Pino Suárez a vender toda la
discografía de los Bettles, en un solo disco… a 10 varitos ¡Ay güeeey! “Help, l
need somebody, help…” retumbó en los oídos. Una señora le exigió le bajara a su
chingadera. El bocinero le mentó su madre. Un señor se paró y le dijo que le
bajara de huevos. El macho se quitó las bocinas, luego la camisa y dejó ver
sobre su piel las marcas de su guerra, como muestra de que no tenía nada qué
perder ni temer y retó a golpes a todos. Mi amiga se paró gritando “¡no que ya
los iban a quitar y mis cinco pesos qué!”. Le dije “¡Cálmate güey, luego yo te
los doy!” Pero me ignoró y jaló la palanca de emergencia. El
convoy llegó a la Merced. Un policía pidió refuerzos, el bocinero
chifló. De ambos bandos llegaron y se armó el desmadre. Tardamos en salir pero
lo logramos. Faltaban quince minutos para la hora, corrimos a la avenida por un
taxi, pero no había libres. Le marqué a Yoshiko, que nos esperara por favor
solo cinco minutos. “Lo siento, amigo, mi papá es quien decide y me dice que ya
valiste cacahuate japonés jijiji, ya te devolveré el favor en otra ocasión,
sayonara.” “¡Sayonara tu madre, güey!” estaba que me llevaba la chingada.
Mientras tanto, mi amiga veía ante un cristal bolsos y zapatos para combinar.
Me paré a su lado. “Relax, ya no llegamos, ni modo.” Me dijo sin quitar su
vista de la oferta. No contesté, pero con la boca apretada, traté de inhalar
mucho, mucho aire. A dos calles de ahí el metro continuó su marcha normal.
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