Qué leer, qué olvidar
Por Luis Quintana Tejera
qluis11@hotmail.com
En el marco de una visión canónica de la literatura se nos han impuesto ciertos modelos que en muchos casos ni siquiera hemos llegado a analizar detenidamente. Me refiero a la herencia de la tradición según la cual al mencionar a un autor se le conecta inmediatamente con una de sus obras olvidando las otras. Es culpa de la crítica, de los profesores de literatura, del amigo que sólo lee las solapas de los libros y con ello saca conclusiones, según él, sumamente válidas o de una empecinada visión conductista que nos obliga a decirles a los otros qué se debe leer y qué corresponde olvidar.
En este contexto y adoptando la posición exactamente contraria podríamos afirmar que lo mejor de Gabriel García Márquez no es Cien años de soledad; quizás haya que hurgar en otras de sus novelas o relatos para descubrir esa nueva narrativa lúdica y cabalística que lo caracteriza de una forma tan peculiar. El amor en los tiempos del cólera quizás o algunos de sus cuentos de Doce cuentos peregrinos (“Me alquilo para soñar” y “Sólo vine a hablar por teléfono” por citar tan solo dos de los más representativos).
Lo más destacado de Vargas Llosa no es La ciudad y los perros (1962) o La casa verde (1965) y probablemente se dispute el primer lugar El sueño del Celta (2010) o El héroe discreto (2013), no solo por ser obras de madurez, sino por mostrar equilibradamente forma y fondo entrelazados y perfectos; al mismo tiempo que el encarar temas tabú ante los cuales “la buena sociedad” prefiere desviar la mirada, como son por ejemplo: la homosexualidad de un hombre bueno y los matrimonios disfuncionales. Y sin dejar de lado también esa otra novela —El paraíso en la otra esquina (2003)— en la cual el ejercicio del intertexto se cumple a la perfección yendo de la literatura a la pintura y regresando de ésta a esa literatura vivencial y profunda, que al mismo tiempo que desnuda la hipocresía de las instituciones nos muestra la agonía de Paul Gauguin que va dejando una estela de gloria ante su paso vitalmente enfermo.
Lo mejor de Fuentes no ha de ser La silla del águila, aquella novela que tanto gustó a nuestro presidente, sino posiblemente aquella otra novela magnífica en donde revive el espíritu fáustico a la luz de las ideas y planteamientos de Thomas Mann; me refiero al Instinto de Inez.
En fin lo más destacado de Cortázar no tiene que ser necesariamente su novela experimental y profunda —Rayuela—. A diferencia de Vargas Llosa en donde hallamos lo mejor en su etapa madura, en el argentino la vena narrativa de los comienzos es, si no más perfecta, al menos más pura —estéticamente hablando—y no contaminada por los fantasmas siempre puntuales de la teoría literaria. Está revestida de una inocencia creadora que la hace más impactante, neurálgica e impresionante, por decirlo de alguna manera. Estos planteamientos de los comienzos resultan maravillosamente fantásticos en donde personajes insólitos luchan por imponerse en un mundo renegado y kafkiano. No en balde descubrimos en la brasileña Clarice Lispector consonancias con algunos planteamientos de Cortázar. Por haber sido contemporáneos resulta muy difícil de hablar del intertexto de uno en otra o de otra en uno; no podríamos despejar esta incógnita; pero sí descubrimos enormes encuentros que desde la prosa desacralizada, irreverente y desenfadada de Lispector aparecen, emergen y nos permiten asociarla con la narrativa menos insolente del argentino, pero igualmente rebelde buscando siempre reflejar la cotidianidad mágica del instante.
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