El Metro sigue su curso,
por Saúl Kastro
“Curso intensivo de Buenos Modales en el Sistema de Transporte Colectivo
Metro.” Así lo anunciaron, duró tres días, el primero fue teórico y los otros
dos, prácticos. Los instructores consideraron adecuada la línea amarilla
para ejercicios de principiantes. Aprendí a no empujar ni al subir ni al bajar,
a no estorbar en la entrada, a no abrazar el tubo para que los demás también se
sujeten, a dar el asiento a hombres y mujeres con niños, a adultos
mayores, a sonreír a mis compañeros de viaje y, sobre todo, aprendí las tres
palabras mágicas: permiso, gracias y disculpe usted; en mi exposición, para ser
evaluado, demostré cómo se puede entrar con calma, llegar a mitad del vagón
lleno de gente y cómo salir sin codazos ni empujones, solicitando de manera
amable permiso y dando las gracias. Al final me dieron mi diploma. Luego el
instructor me dijo en su oficina que notó potencial en mí y me preguntó si
quería ir un poco más allá de lo aprendido. Sus palabras fueron un reto el cual
acepté. Se trataba de poner a prueba en una sola práctica todo lo aprendido,
pero en situación extrema.
La cita fue en Pantitlán dirección La Paz, un lunes a las siete de la tarde;
las malas lenguas decían que era el mismo infierno. Pasaron tres Metros para
poder llegar hasta enfrente. Los únicos dos alumnos que aceptamos el reto ya
estábamos listos. El instructor nos pidió calma. Llegó el Dragón roji-blanco,
la masa popular se contrajo hacia las puertas, fuimos aplastados. “¡Soporten
muchachos, soporten!”, pedía el instructor. Pero eran muchos, mi compañero y yo
gritamos a la gente que había un anciano en la puerta, lo estaban aplastando.
Fue en vano. La puerta se abrió. Fuimos empujados, el anciano cayó y me pareció
ver que, con toda intención, puso su bastón en mis pies para tropezar, que me
voy de hocico; mi compañero y el instructor trataron de ayudarnos, pero fueron
barridos por la marabunta de gente. Algunos nos brincaron, otros tropezaron,
nos cayeron encima, nos pisaron y corrieron a tomar asiento. Sentarse era el
trofeo del día y solo los más fuertes, los más rudos, lo obtendrían, así son
las reglas de la selva. En el suelo, el anciano luchó de forma amable, esquivó
y detuvo pisadas con su bastón, traté de imitarlo, lo logré solo de algunas;
pero al final recibí un pisotón en la mandíbula, quedé atolondrado, el referí
Tirantes entró de un salto, se tiró de rodillas, contó tres palmadas y quedé
fuera; dio por concluida la pelea.
Desperté tirado en las escaleras, mi compañero de curso, el instructor y el
anciano me reanimaban. “¡Reprobé, verdad?”, fue lo primero que dije al abrir
los ojos. “No, sobreviviste”, dijo mi compañero. Y mientras el anciano me
colocaba mi insignia de alumno avanzado en la solapa, el instructor lo
presentaba. “Él es el Gran Master, el iniciador de estos cursos”. Le estreché
la mano, me felicitó, dijo que estaba orgulloso de mí. Con una fractura de
mano, un ojo morado y el labio sangrando, le dije “es un honor, señor.”