Zozohua
Por Graciela Salazar Reyna
A propósito de la Semana Mayor y hurgando
en la “apocatástasis”, cuyo significado en latín nos remite a la recuperación
de la condición original, encontramos a San Gregorio Niceno -con sus hermanos,
uno de los tres capadocianos[1]-;
quien, antes que obispo de Nisa, fungió como lector eclesiástico y profesor de
elocuencia, en el siglo IV de nuestra era. Asegura que “si Dios está en todo no
habrá lugar para el mal”. Explica, mediante analogía del fuego infernal que
purifica, cómo sucede con el oro; separándose de la impureza. El castigo no
constituye un fin, sino un proceso de mejoramiento, señala; llegará el tiempo
en que las criaturas libres, particularmente los demonios y almas de malvados, compartirán
la salvación.
Si bien tal
doctrina no es propia del santo Gregorio, él deja claro que la eternidad es un
periodo muy largo, pero finito; la apocatástasis es tomada de Orígenes y éste
aludido a la vez por Tixeront, quien afirma que si las Escrituras hablan de
castigo a los réprobos, como si fuera eterno, tiene el fin de atemorizar a los
pecadores “para que vuelvan a la buena senda”; advierte que Dios castiga con el
fuego sólo por corregir y “curar al pecador impenitente” el cual volverá, en
algún momento, a amistarse con Dios: “Dios será todo en todos –señala- solo
habrá en el universo paz y unidad” [2].
¿Dónde me apunto…?
Resulta muy
atractiva propuesta de tal envergadura, sembraría en principio una democracia
con los valores más íntimos, pasando por la filosofía de la fe a la política; ¿una
adquisición por de más avanzada, para los seres humanos?, ¿quizá peligrosa para
las instituciones más ortodoxas?, ¿y los mexicanos?
Son muchos los
detractores –San Agustín entre otros- de la apocatástasis condenada,
oficialmente, en el Concilio de Constantinopla en 543. Revivida, luego, por
escritores eclesiásticos y los reformadores de la iglesia romana, del siglo
XVI; pensando, de
seguro
románticamente, en la salvación universal. Los justos que a nadie dañan y no
requieren redimirse, por motivo alguno; es más, no solo se castigan a sí mismos
sin merecerlo sino que mueren de amor, por amor al ideal que habita sus
adentros. Como vemos en estos versos de San Juan de la Cruz :
“En mí yo no
vivo ya, /y sin Dios vivir no puedo; /pues sin él y sin mí quedo, /este vivir
¿qué será? /Mil muertes se me hará, /pues mi misma vida espero, /muriendo
porque no muero. //Esta vida que yo vivo /es privación del vivir; /y así, es
continuo morir /hasta que viva contigo; / oye mi Dios, lo que digo, /que esta
vida no la quiero; /que muero porque no muero”. (Coplas del alma que pena por
ver a Dios).
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