La sonrisa
por Saúl Kastro14/3/14
De la estación el Rosario a Linda Vista comencé a verla desde hace cinco días, a la misma hora. Su beldad sencilla y la gracia de sus movimientos me impactaron. No podía dejar de verla, traté de explicarme por qué me atraía de esa manera tan poderosa, pero no encontré algún detalle en particular que describiera la razón de mi sentir. Al cuarto día ella por fin me miró, su tez clara contrastó e hizo más profunda, misteriosa y atractivo el destello de sus hermosas pupilas oscuras, con breves sombras azules tenues. Sin mirada perdida, de seda, sin prisas, viva, con suspicacia discreta, sin enojo, no era de las que hablan ni ríen solas; pero las comisuras de sus labios parecían listas para sonreír. Cierto, había más mujeres en el vagón, algunas tal vez ropa nueva y más llamativa, otras tal vez de un cuerpo más apegado al estereotipo cultural de belleza, pero ella, solo ella estaba hecha a mi medida, era la sugerencia exacta para el momento exacto. Volvió a levantar con singular calma su terso y apiñonado rostro, me sonrió y el corazón me punzó, sentí un ligero mareo y la mano izquierda se me adormeció. Tal dolor no me permitió corresponder como hubiese querido.
Yo estaba seguro que era amor a primer vista, “y si he de morir de amor, dispuesto estoy al sacrificio…” pero por la tarde, Óscar, mi amigo y doctor de cabecera, pidió dejarme de idioteces y hacerme un chequeó en Cardiología; bajarle a la grasa, a la azúcar, a las fiestas prolongadas y al alcohol; mi “amor” más bien tenía síntomas de un posible infarto al miocardio; me recomendó una dieta y hacer ejercicio. Comprendí que se preocupara por mí, pero había algo que no sabía cómo explicarle y decidí averiguarlo para aclarar mis dudas.
Al día siguiente la volví a ver a la misma hora. Estaba dispuesto a hablarle, no podría asegurar que ella fuera el amor de mi vida porque no la conocía, pero la química era poderosa, irresistible; sin embargo, a la vez sentí cierta ansiedad, como si el mundo se fuera a terminar de un momento a otro. Me atreví, total, lo peor que podía pasar es que me ignorara, se rompa el encanto y ya. Salió del vagón en Linda Vista y fui tras ella. Me acerqué con cautela, caminé a su lado y le pregunté la hora. Ella se detuvo, mi miró y preguntó. “¿Estás seguro, quieres saber qué hora es?”
Me volvió a sonreír y al momento una punzada aún más fuerte me taladró el pecho. Un río congelado paralizó mi espina dorsal. Quedé inmóvil, frío, mudo. Ella se acercó y me dijo al oído “son las nueve, es tu hora”. Un fuerte repique de tímpanos me aturdió. Me llevé la mano derecha al pecho el cual lo sentía comprimirse, caí de rodillas ante ella, con la mano izquierda me aferré a sus suavísimas manos que sujetaron las mías, hacía a mí frente, la respiración se hacía lenta, sentí que si la soltaba mi vida se iba en ello.
Los transeúntes pasaban a nuestro alrededor, frente al mural de Vent, iban y venían de sus actividades, de las escaleras al desnivel, a los torniquetes, al Ciberzona, unos tomaban fotos y videos y los subían a internet con diversas etiquetas: “Los hombres de valor saben pedir perdón”; “Dónde habrase visto tanta hipocresía”; “Cosa más noble, caballero”; “Ya perdónalo, María”; “Qué falta de dignidad”; “Qué lindo, yo quiero un novio así”; “Ridículo”; “Aaaah, ternurita”; “Mírala, pinche vieja cómo lo trae y se siente la muy muy”; “Aaah, chiquito bombón, baby”; “Como si de veras tanto amor, cabrón”; “Qué pendejo, yo rogarle a una pinche vieja, ni madres”; “Ojalá así le rogaras al trabajo, pinche huevón”; “Te arrastras como si estuviera tan buena”; “Porque el petróleo es nuestro…” Mi general, ¿usted qué hace aquí? “Perdón, me equivoqué de cuento”… en fin; fueron las voces de la sabiduría popular, las palabras perfectas que describen la realidad con toda precisión, el conocimiento de la humanidad acumulado por millones de años expresado con toda claridad.
Ella tomó mi barbilla, levantó mi rostro, acercó el suyo y me dio un beso en mis labios fríos, sonrío, cerré mis ojos, ya no la quería ver más, pensé que mi corazón ya no soportaría una más de sus mortales sonrisas. Todos los que se detuvieron a observar el espectáculo aplaudieron. Ella me dijo “disculpa, pero en ocasiones me siento aburrida y busco divertirme un poco, ponte de pie, es broma, en realidad son las ocho, ya recuerdo que no atrasé la hora de mi reloj”.
El dolor disminuyó hasta desaparecer por completo. Me incorporé, tranquilo, quizá solo un poco cansado. Ella volvió a sonreír, la miré a los ojos, pero esta vez ya no sentí dolor en el pecho, ni mariposas en el estómago ni cosquilleos en el brazo, ya no sentía nada por su sonrisa, aunque quizás solo cierto dejo de nostalgia. Llegó el siguiente Metro, la gente continuó con su andar cotidiano, el andén se llenó de nuevo por un momento, como cada dos minutos, como todos los días.
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