El Cuentista, de Saúl Kastro
Ya ebrios y todavía compramos
más cerveza. Abordamos en la estación Popotla. Brindamos por la felicidad. En la
estación Normal abordó un Cuentista, el mismo que cuenta el cuento de todos los
días; que si mal no recuerdo, dice así. <<Hace muchos años, por primera
vez en la historia de México, se llevaron a cabo elecciones limpias para
presidente. El candidato ganador promovió la iniciativa en la ONU para
constituir un comité con el firme propósito de gestionar la política
internacional que promoviera el TRI (Tope de Riqueza
Individual).
La humanidad había llegado a un
punto en el que comprendía que muchos de sus males sociales se debían, en gran
parte, a la Gran Codicia: la acumulación voraz de riqueza sin escrúpulos, por
parte de algunas personas; seres capaces de todo con tal de vivir de acuerdo a
sus delirios de grandeza. Que disfrutan ser y sentirse envidiados, ver que el
resto hará lo que sea con tal de imitarlos, porque así mantienen el círculo
vicioso que los perpetúa en el poder y condiciona a la mínima sub existencia al
resto de la población; el mismo círculo que establece de forma sistémica su
propio confort y placer, imponiendo de forma sutil el yugo de la ignorancia, la
enfermedad y el hambre; en suma, contra la vida misma de otros seres humanos;
situación que mantiene a más del 95% de los habitantes de la Tierra sin acceso a
servicios básicos de auténtica calidad en educación y salud. Situación que hace
más factible la presencia de un sinnúmero de padecimientos físicos, mentales,
económicos y sociales a la mayoría, para mantenerlos en un pozo sin
fondo.
Fue una batalla en extremo
peligrosa y dura como el diamante. Asesinaron a tres miembros del comité, pero
eso solo aceleró aún más el trabajo. Por fin, el 20 de octubre del año 2079, se
celebró en la ONU la Convención de Irlanda, en donde 188 países firmaron el
acuerdo de establecer un límite al cúmulo de riqueza personal. Costó decenas de
guerrillas financiadas por quienes se vieron afectados, miles de personas
ofrendaron sus vidas por la causa; porque matar o morir antes que perder
privilegios, parecía ser la consigna de algunos obsesionados por el poder. Pocos
fueron los que se despojaron de la mitad de su riqueza, por convicción o
conveniencia de imagen, y la donaron para un fondo que promoviera vivienda,
salud y capacitación laboral. Solo se respetó la fortuna de quienes demostraran
que su riqueza fue producto de innovación tecnológica o negocios transparentes
sin ningún vínculo con el uso denigrante de otros humanos. Diez años duró
aquella guerra de guerrillas mundial, pero al final la Red de Ejércitos Unidos
por la Paz tomó el control. Una nueva era de la humanidad comenzó. La diferencia
de clases sociales dejó de ser monstruosamente abismal. Mejoraron para todos,
los servicios básicos de vivienda, transporte, energía, salud, educación y los
precios de la canasta básica, de este modo se redujeron casi en su totalidad los
índices de marginación social. La idea no era desaparecer poderes, todos saben
que por seguridad eso ni se puede ni se debe, solo se luchó para poner límites a
la conducta humana que a costa de esclavizar a otros humanos y mantenerlos en la
pobreza con engaños y amenazas, buscan su propio beneficio y algunos hasta se
vuelven las personas más ricas del mundo. A partir de la Convención de Irlanda,
de 5 súper millonarios a nivel mundial, el número de millonarios se incrementó a
200 millones, en solo 4 años, la riqueza se distribuía. Y el presidente de
México fue nombrado Padre de la Nueva de la
Humanidad>>
Terminó el cuentista su relato y
quedó inerte, el musgo lo cubrió, piedra se volvió, cientos de fisuras surcaron
su cuerpo, el ventilador lo sopló y como polvo se fue. Pepe no soportó más y
azotó contra el piso la lata de cerveza que tenía en la mano. “¡Son chingaderas,
me cae, yo ya lo sospechaba… ahora entiendo porqué tomo… por su culpa soy
borracho… pero me las pagarán!” “Tranquilo, carnal”, le pedí, se supone que
brindamos por la felicidad. “Déjame güey, no seas parte del complot, si eres mi
brodi, apóyame.” Me aventó la mano y salió corriendo en la estación Zócalo. Salí
disparado tras él, ya lo conocía de mala copa, esto no iba a terminar bien. “Si
ya me lo decía mi mamá, no salgas con ese güey.” Se atravesó la avenida, por
poco lo atropellan, le mentó la madre al chofer, aproveché el caos vial para
cruzar rápido. Pepe aprovechó un increíble, pero cierto descuido de la Policía
Militar, para intentar meterse a Palacio Nacional. “¡Vengo a ver al presidente,
ya tengo la solución!” Los militares enmendaron rápido su error y le cerraron el
paso. “¡Ustedes qué pedo güeyes, viva Pancho Villa, cabrones!”, les gritó. En un
acto desesperado por evitar que se lo madrearan, tomé impulso para brincar la
valla metálica, pero la pata derecha se me atoró con un tornillo… obvio, azoté,
me fui de hocico contra un tubo. Me llevé la mano a la boca, no precisamente
para aguantar la risa. De cabeza, vi a Pepe sometido al piso, con las manos a la
espalda y una bota en su cabeza; gritaba “¡Cámara, la banda, ya estuvo, ya
estuvo!” Mi mano amasaba sangre y varias botas militares ya me
rodeaban.