La soledad
Israel González
La soledad, tan necesaria para leer y para
escribir y para otros menesteres, se vuelve insoportable cuando a nuestro
alrededor lo único vivo son los muebles y nosotros.
Cierto, están la televisión, el teléfono -sobre
todo el celular-, el DVD y la computadora que aparte de hacernos compañía nos
hablan o nos comunican. Y los amigos y compañeros de trabajo que a veces
comparten sus respectivas soledades.
Pero para el solo o la sola no bastan. ¿Necesitamos que alguien nos diga -al oído,
claro- que nos quiere, que nos necesita, que le somos indispensables'
Ciertas horas, ciertos días, ciertas épocas del
año la soledad cala más que otras veces.
Los fines de año son especialmente desoladores (al
menos eso sentimos, eso creemos) si no se comparten con la familia.
Lo mismo ocurre cuando se vienen en cascada
problemas de la más diversa índole. O en los días festivos. O en nuestros
cumpleaños que no acostumbramos celebrar. La soledad está allí, más cabrona,
más burlona que nunca.
En la película No quiero dormir sola
(Natalia Beristáin, México, 2012), nuestra querida amiga soledad es la mera
mera, la omnipresente, la que guía las vidas de Dolores y Amanda, abuela y nieta respectivamente.
Lola, actriz retirada, se refugia en el alcohol;
Amanda, en los amantes que, a veces, no pueden quedarse a hacerle compañía.
Lola sufre su vejez y su soledad ante los ojos de
la joven Amanda que, al principio, rechaza hacerse cargo de ella.
Dos soledades, pues, en una gran ciudad donde
pareciera imposible esta condición. Y un final absolutamente inesperado.
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