sábado, 22 de febrero de 2014

El Metro sigue su curso, por Saúl Kastro

El Metro sigue su curso,
por Saúl Kastro


“Curso intensivo de Buenos Modales en el Sistema de Transporte Colectivo Metro.” Así lo anunciaron, duró tres días, el primero fue teórico y los otros dos, prácticos. Los instructores consideraron adecuada la línea  amarilla para ejercicios de principiantes. Aprendí a no empujar ni al subir ni al bajar, a no estorbar en la entrada, a no abrazar el tubo para que los demás también se sujeten, a dar el asiento a hombres y mujeres con niños, a adultos  mayores, a sonreír a mis compañeros de viaje y, sobre todo, aprendí las tres palabras mágicas: permiso, gracias y disculpe usted; en mi exposición, para ser evaluado, demostré cómo se puede entrar con calma, llegar a mitad del vagón lleno de gente y cómo salir sin codazos ni empujones, solicitando de manera amable permiso y dando las gracias. Al final me dieron mi diploma. Luego el instructor me dijo en su oficina que notó potencial en mí y me preguntó si quería ir un poco más allá de lo aprendido. Sus palabras fueron un reto el cual acepté. Se trataba de poner a prueba en una sola práctica todo lo aprendido, pero en situación extrema.



La cita fue en Pantitlán dirección La Paz, un lunes a las siete de la tarde; las malas lenguas decían que era el mismo infierno. Pasaron tres Metros para poder llegar hasta enfrente. Los únicos dos alumnos que aceptamos el reto ya estábamos listos. El instructor nos pidió calma. Llegó el Dragón roji-blanco, la masa popular se contrajo hacia las puertas, fuimos aplastados. “¡Soporten muchachos, soporten!”, pedía el instructor. Pero eran muchos, mi compañero y yo gritamos a la gente que había un anciano en la puerta, lo estaban aplastando. Fue en vano. La puerta se abrió. Fuimos empujados, el anciano cayó y me pareció ver que, con toda intención, puso su bastón en mis pies para tropezar, que me voy de hocico; mi compañero y el instructor trataron de ayudarnos, pero fueron barridos por la marabunta de gente. Algunos nos brincaron, otros tropezaron, nos cayeron encima, nos pisaron y corrieron a tomar asiento. Sentarse era el trofeo del día y solo los más fuertes, los más rudos, lo obtendrían, así son las reglas de la selva. En el suelo, el anciano luchó de forma amable, esquivó y detuvo pisadas con su bastón, traté de imitarlo, lo logré solo de algunas; pero al final recibí un pisotón en la mandíbula, quedé atolondrado, el referí Tirantes entró de un salto, se tiró de rodillas, contó tres palmadas y quedé fuera; dio por concluida la pelea.

               


Desperté tirado en las escaleras, mi compañero de curso, el instructor y el anciano me reanimaban. “¡Reprobé, verdad?”, fue lo primero que dije al abrir los ojos. “No, sobreviviste”, dijo mi compañero. Y mientras el anciano me colocaba mi insignia de alumno avanzado en la solapa, el instructor lo presentaba. “Él es el Gran Master, el iniciador de estos cursos”. Le estreché la mano, me felicitó, dijo que estaba orgulloso de mí. Con una fractura de mano, un ojo morado y el labio sangrando, le dije “es un honor, señor.”

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