¡A
darle, que es mole de olla!
Presentación
Muy
buenas tardes.
¡Pues
a darle, que es mole de olla! Porque para degustar los aromas y los sabores,
tanto como los buenos relatos, me pinto sola. Aunque no podré pedirle a Ali un
delicioso mole de olla estilo Milpa Alta porque aquí se sirven exquisitos chilaquiles,
enchiladas y otras ricuras, pero…. ¿mole de olla? Es un platillo exótico, según
un amigo cubano que nada más verlo se deshizo en elogios a las desconocidas
formas de las verduras y sus nombres: chilacayote, xoconoxtle, nopales… y lo
comió con ese gusto que los extranjeros muestran ante nuestra gastronomía.
Pero
esta reunión no es para ponernos a disertar sobre gastronomía, aunque el
sugerente título de este libro así nos lo haga percibir. Así que tampoco voy
a ahondar en torno a si la autora es
autobiográfica, de acuerdo con las teorías de la narrativa de Luz Aurora
Pimentel, Propp, Alfonso Reyes, Alan Poe, Garden y otros tantos formalistas
rusos “en el estudio de las formas y el funcionamiento de la narrativa”, con el
debido respeto, ¡al diablo con las teorías literarias! En este momento no
quiero hablar de la velocidad a la que ella narra, a la secuencia elegida, a la
cantidad de detalles con los que describe un objeto, a su composición o la
perspectiva que elige para narrar… no no no. Quiero hablar de mi primera
reacción al leer este libro. ¿No es eso lo valioso cuando nos decidimos por
alguna obra literaria? Quiero dejar bien claro que es a mis sensaciones, a mis
sentimientos como lectora a los que voy a hacer referencia.
Dice
Arturo Texcahua, el editor de este singular cuentario, leyendario o cronicario,
como ustedes quieran llamarle, que “aquí está la infancia en un entorno rural”.
Y yo agrego: un entorno rural amado, añorado, evocado por la autora. Y por eso,
al lado de ella, voy a reconocer esos lugares donde colocó a sus personajes, y
a codearme con ellos.
Mientras
esto escribo no puedo dejar de sentir –junto con Áurea, la autora-- la
nostalgia por la casa de sus abuelos. Allí me quedo un rato re sintiendo todos
esos recuerdos. Y para mirar el desfile de sus personajes. En ese escenario tan
añorado por ella puedo degustar el agridulce sabor que deja la nostalgia de los
años que se le quedaron incrustados en el alma y comprendo su aparente
contradicción que leo textualmente: “No me gusta escribir sobre mi semilla,
aunque de ella venga”. ¿Por qué?
Porque
duele… duele saber que ese tiempo ya no volverá. Y me imagino a Áurea mientras
escribe, añorando también ese sabor de lo que se ha ido… para siempre.
Continúo
mi recorrido, me quedo un rato en Paloco,
la casa de Felipe, el hombre que le vendió su alma al diablo. Pero no quise
esperar a los buscadores de tesoros. Sabía que no regresarían.
Aún
frustrada llego a tiempo para ver a la autora confundida y reflexiva ahondando
las partes más íntimas de sus entrañas para describirlas en el papel. Me
acomodo en una piedra colocada en la cocina de humo de su madre y… ¡A darle,
que es mole de olla! Me zampo dos deliciosos tamales de carne de puerco con
chile verde y sendas tazas de champurrado, pal comienzo; luego me receto un
tlacoyo, una quesadilla y ya no me caben los chilaquiles con harto queso y
crema, pero sí el café. Ese no lo desprecio aunque en ello me vaya la vida. Y
cómo no iba a tragar tanto si los coyotes y el nahual me amenazaban a cada rato
y el miedo me abría la boca de manera involuntaria.
Y
así, con la panza que apenas me permite dar un paso alcanzo a ver a la Querida Elisa, buscando en su viejo
ropero y separando sus cosas para encontrar, por enésima vez, las tres cajitas
musicales que le evocan a su único amor. Y por enésima vez presencio el retorno
a la vida de esta mujer, casi con dolor. La acompaño a enclaustrar su sufrimiento
y entonces sin percatarme me crecen dos dolores más: el de la narradora, que se
pregunta cómo hará ella para enclaustrar el dulce dolor de los recuerdos que
lleva incrustados como cicatrices, y mi propio dolor, que ha sido removido con
este relato.
Luego
me emociono, como lo hacía en aquellas noches de santos reyes, cuando recibía
no lo que yo quería, sino lo que habían tenido a bien traerme esos monarcas que
acostumbran hacer distinciones y discriminaciones.
Y
todavía con el enojo ante tanta crueldad con los indefensos niños, El cincuate me llena de terror. Suerte
que no vivo en un jacal de tejamanil como el del relato --pienso-- y sobre todo,
suerte que un cincuate ya no me olfateará apetitosa –por la edad-- y por mi
edad menos podrá embarazarme. A Dios gracias.
Y
por aquello de que los aparecidos no me pelan ni los dientes decido hacer mutis
y mandar lejos a la muertita que anda buscando a quién encargarle el rescate de
sus joyas y una misa para su descanso. ¡No señor, yo estoy bien viva!, no vaya
a ser que…
Pero
es… y me encuentro luego con los Vestigios de una casa grande que tuvo
un papel relevante en la Revolución y una mujer que recorre los desolados
caminos de este pueblo fantasma. Una mujer que es especial por haber nacido en
viernes santo y quiere aprisionar el desconsuelo entre los cabellos
entretejidos, pero éste ¡ay! tan necio se escapa para recordarle un esplendor
inexistente y un resentimiento profundo.
Y
como en la tierra momoxca las leyendas son el alma de los habitantes me
estremezco con la historia de amor de Acocoxochitl y Juan, el chupamirto y la
flor blanca. Ah, si así pudiera ser el amor, de leyenda.
Y
suspirando me voy a continuar mi recorrido con Áurea. Y es en ese momento que
me encuentro con una mujer extraordinaria y no sé si porque en el fondo yo quisiera
haber sido así o porque mi nombre evoca a esas valientes que acompañaron a sus
hombres en la lucha revolucionaria. Sin pensarlo me transformo en la tlacualera,
la mujer que había estado al mando del general Everardo González en el cerro
del Chichinautzin, y hasta me imagino que soy yo la que había gozado de amores
hasta quedar rendida. Fantasías de una, pues.
Me
doy cuenta que las mujeres, los personajes principales de estos relatos, me
persiguen. Mi encuentro con ésta otra es, simplemente, alucinante: miren que
asesinar a su marido y dárselo a comer a los cerdos solo porque huele a rancio,
a pasado, a una vida que le recordaba el vacío de su vientre. Eso dice, pero hay
otras razones, lo sé. Descúbranlo leyendo el libro.
Aún
con aroma a sangre fresca me voy a pasear con la autora Entre la clandestinidad y la quimera, así titula su crónica. La acompaño
en su viaje en microbús, en tren ligero y en metro. Miro, observo a los
metreros, esos temerarios adictos a las eyaculaciones precoces, aficionados al
sexo oral y a las penetraciones efímeras, de vagón en vagón. Nunca se me
hubiera ocurrido que introducirse al metro es como entrar en lo más recóndito
de una misma. Tal vez así sea…tal vez.
Y
vuelvo a enfrascarme en otra historia de amor que se ha suspendido por treinta
años y revive un beso gélido cuando
los personajes en su reencuentro, se dicen cuánto se admiraron mutuamente. Y
recuerdo mi propia historia, sin beso gélido.
Gélida
queda mi sangre al leer la historia de Luis y la terrible decisión a la que
llega por venerar a la santa muerte.
Con
El amor es un coctel no puedo menos
que indignarme ante la respuesta de la pregunta ¿qué es el amor?: “esto, dice
el aludido, apretando la vagina de la preguntona
esposa. ¡Puaff!, qué diferentes somos los géneros humanos, qué maneras tan
distintas de sentir, de comunicar, de expresar el amor.
Y
va de crónica nuevamente. De Xaltocan a
Galerías, que me subo a ese transporte donde los seres humanos nos
hermanamos: un microbús. Donde todos tenemos algo que decir, algo de qué
dolernos, de qué quejarnos, pero que llegado el momento de terminar el viaje
solo es suficiente un hasta luego, que tenga buen día.
Sin
embargo, nada como las crónicas en las que las autoridades, del nivel que sean,
se ven involucradas. Ah, mi viperina lengua… Por eso La blusa nueva, su otra crónica, me encanta. También yo formo
parte, de manera involuntaria, de esta historia en la que con el pretexto de
recibir un libro donde nuestra colaboración ha sido publicada, la autora se atreve
a cuestionar, a criticar, el trabajo de un representante delegacional. Aquí
está la actual historia de Milpa Alta, me digo, la que tenemos el deber de
conocer todos los ciudadanos para… ¿para qué?
Y
así llego al final del viaje narrativo de la mano de la autora y me presenta a El Oaxaca, un muchachito que narra la
historia de sus necesidades, de su hambre, de su falta de techo, de su
desamparo, sus humillaciones y marginación, a veces, en segunda persona, otras
en tercera, y lo único que me queda por reconocer en este recorrido es que mi
país es un mosaico de necesidades y sufrimientos.
Pero
no se alarmen, es mi sentir. Si quieren saber cómo será el suyo, pasen a
adquirir el libro, les garantizo que no será igual que el mío. Es la magia de
la literatura. Ya ven, yo hice un recorrido con la autora y ahora que estoy de
regreso puedo decirles: fue fascinante. Muchas gracias.