Chicuarotes
Por Israel González
En la alcaldía de Xochimilco
transcurre la dramática -con momentos simpáticos-historia de Chicuarotes
(México, Gael García Bernal, 2019), concretamente en el barrio de San Gregorio
Atlapulco, cuyos habitantes reciben el sobrenombre que da nombre a la cinta.
Según Augusto Mendoza, el
guionista del largometraje, la palabra chicuarote tiene dos acepciones: es un
chile que se cultiva en el barrio y, a su vez, se deriva del náhuatl “chicuace”
que significa “seis” y que alude a las personas que en San Gregorio Atlapulco
nacían con seis dedos.
Xochimilco, declarada
Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en 1987, no es ajena a la
violencia y al abandono (agravados, dicho sea de paso, durante el pésimo
gobierno de Miguel Ángel Mancera) que padece la Ciudad de México.
Miseria, violencia callejera
y familiar e inexistentes posibilidades de un futuro mejor, son la cárcel de la
que quieren escapar el Cagalera (Benny Emmanuel) y el Moloteco (Gabriel Carbajal).
Pero cómo. Pero a dónde.
El padre alcohólico golpea
un día sí y el otro también a la casi resignada mamá. El hermano homosexual se
refugia en la lectura (“Un hilito de sangre”) y en las revistas pornográficas
que cree ocultar debajo del colchón. No hay trabajo que valga. No hay lectura
ni buenos modales que cambien nada cuando se vive en el hacinamiento, en la
miseria que se adhiere a la piel como lodo que no podemos lavar, como sarna
imposible de curar. Aunque si se es joven quizá…con la condición de no mirar
atrás porque podríamos regresar a la cárcel que nos espera con sus mil y una
rejas abiertas, porque podríamos volver a caer en el pozo del que huimos y ya
no salir jamás.