Voraz
Israel González
Cuando trascendemos nuestros límites nos volvemos asesinos, antropófagos.
Mientras tanto, somos caníbales en sentido figurado y en nuestros dichos: “Me la comí”, “Me la quiero comer”, “Cómetela”.
Un ansia devoradora nos invade cuando hacemos el amor: besar, morder, succionar, tocar hasta incendiarse y casi perder la cordura, el límite que nos llevaría a saborear dedo por dedo, parte por parte del cuerpo amado, a beber su sangre, a matarlo en aras del deseo.
Pero no, no, no debe ser, no puede ser. Uno es un hombre del siglo XXI, civilizado.
Atrás quedó la antropofagia de los primeros días, del mito, de la oscuridad, de la niebla que envolvía los pensamientos y los actos.
En situaciones extremas quizá el canibalismo sea posible. O en la ficción, como en el largometraje “Voraz” ( Julia Docournau, Francia-Bélgica, 2016), donde Justine, la adolescente de 16 años, saborea –no sin perplejidad- el dedo de su hermana como si fuera una exquisita pata de pollo.
El gusto por la sangre y por la carne humana es un rasgo que comparte la familia de Justine: su padre, su madre, su hermana mayor. Por eso la familia, como el asesino tras la religión, se esconde en el vegetarianismo. Lo curioso es que no huyan de la carne sino que busquen (la solución no es huir, sino enfrentar el problema) su compañía al abrazar todos la carrera de veterinario.
Papá y mamá son veterinarios. La hija mayor ya es una estudiante avanzada cuando Justine ingresa a la facultad de veterinaria. Y la sangre, aderezada con la violencia y el deseo sexual, empezará a correr a borbotones. Y el gusto por morder, por devorar unas piernas hermosas o un cuello delicado.