sábado, 28 de marzo de 2015

Mi amor por la tecnología, por Arturo Texcahua

Mi amor por la tecnología
Por Arturo Texcahua

¿Por qué comprar tecnología? Esa pregunta me la hizo, en víspera de la Navidad pasada, un reportero de noticias de una televisora nacional que requería la opinión de algún comprador para completar su trabajo. Yo estaba en una tienda de gadgets comprando un dispositivo para conectar el televisor con el celular, la tableta y la laptop. En ese momento dije cualquier cosa insistiendo en que la prefería por encima de otros objetos. Confío en que hayan decidido no transmitir mi respuesta o la hayan transmitido a la hora y en el canal que nadie haya visto. Como sucede cuando uno comete un error movido por alguna tentación mundana, en este caso por la vanidad, al término de la entrevista me arrepentí como si hubiera cometido pecado mortal.
Pensándolo mejor he llegado a la conclusión de que cuatro razones me motivan a comprar nueva tecnología.
Su capacidad para asombrarme. Cuando conozco un nuevo gadget o me interno en el menú de un nuevo software me maravilla cómo se han resuelto problemas y se nos permite hacer lo que parecía imposible.
El lado lúdico de estos bienes. Ya en mis manos la tecnología me parece una actividad divertida. Exploro sus posibilidades poniéndolas a prueba; invierto tiempo en descubrir, me obsesiono en sus configuraciones y menús, me atrapa la ansiedad de saber qué hace. Pero aclaro, los videojuegos ya no me atrapan, perdí la adicción hace muchos años.
Cómo facilitan tareas. Aprendí a mecanografiar en una Olivetti portátil después de que un compañero de la Escuela Normal Urbana Federal Fronteriza, hoy Benemérita (allá en Mexicali donde nací y viví mi adolescencia), se burló de cómo cruzaba mis manos para teclear las letras. Mi amor propio me obligó a que en un verano, con la frente llena de sudor por el infernal calor de aquella tierra, practicara en el famoso qwerty hasta dominarlo como secretaria ejecutiva. Esta habilidad, con algunos conocimientos de redacción, me ha dado, desde entonces, el pan de cada día. Los errores cometidos al teclear tenían que borrarse con una goma o ser cubiertos con tinta blanca obtenida de unos papelitos o salida de un recipiente. Lo peor ocurría cuando se debía corregir toda una oración o un párrafo. En esos casos utilizaba tijeras y pegamento para papel. Perdía presentación mi trabajo, pero yo ganaba minutos, porque invertiría más tiempo tecleando toda la hoja nuevamente. Las máquinas eléctricas, con cintas entintadoras de blanco incluidas (cintas correctoras) me facilitaron la tarea. Pero cuando me enseñaron a utilizar una computadora personal en la Coordinación de Difusión Cultural, en la UNAM, en los noventa, para escribir la crónica de las actividades que dirigía Gonzalo Celorio, me quedé boquiabierto de todo lo que se podía hacer utilizando menús y combinaciones de teclas. La orden de revisión y corrección de ortografía, el F7, me pareció bendito. De inmediato me compré una laptop, le cargué la primera o segunda versión de Windows (que no veían incluidos en esas primeras máquinas) y escribí cartas a todo mundo. Un poco después obtuve mi primera dirección electrónica del servidor de la Universidad.
Mi contacto con la tecnología es anterior a esto, por supuesto, y tiene una larga historia que después les seguiré contando.
La necesidad. La tecnología me facilita la escritura y otras muchas actividades diarias. Gracias a ella tengo comodidades en todo momento.
Por todo eso, aprecio la tecnología, me apasiona, la necesito, no puedo vivir sin ella, creo que será muy difícil que algún día la abandone.


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